Se me hacía
increíble pensar que en los libros de historia los años pasan de a
cientos, los hechos se relacionan miles de años después, pasan los
siglos y los siglos como si nada y para mí, esa semana era eterna.
El tiempo no pasaba, y cuando digo que no pasaba, no pasaba. Miro la
hora, 11:13. Me leo 5 cuentos, bajo un termo de mate sóla, me pongo
el pijama, miro la hora… 11:15.
“Alguien me está
haciendo un chiste” me decía. Qué mal gusto. Entonces me puse a
pensar… Por qué, si ese alguien es capaz de hacer que el tiempo no
pase, invierte ese don fantástico y envidiable en jugarme una broma
a mí? No me cierraba, entonces, al otro día, probé de vuelta. Miré
la hora, 13:23, me dormí una siestita, miré una maratón de The Big
Bang Theory, me bajé un paquete de Melbas, miré la hora… 13:28.
Me dí cuenta que
era algo más bien personal y que ese alguien se estaba burlando de
mí. Esa semana tan vacía, tan triste, tan intranquila, tan de
mierda, no pasaba más.
Ya dado por hecho
que no podía hacer nada, me propuse hacer la mayor cantidad de
actividades posibles o de dormir la mayor cantidad de horas que el
cuerpo me permitiera para que aunque sea no me pese tanto que el
tiempo pasara taaaaaaaaaaaaaaaaaaan lento.
No hubo caso, el
tiempo no pasaba y lo estaba sufriendo, me ponía nerviosa, me
alteraba, no oscurecía nunca, y cuando lo hacía, no amanecía más.
Pasaba las noches, que me parecían años, sin dormir. Buscaba una
manera de terminar con esa pesadilla y que por fin la semana termine.
Se me ocurrió
deshacerme de todos los relojes. Mala idea. La naturaleza se hizo
cargo de recordarme el chistecito, qué considerada. Por más que las
agujitas no me mostraban con exactitud que eran las 12:00, veía el
sol bien arriba de mi cabeza, por horas, y horas y horas…
Ya desesperada me
encerré en un cuarto bastante hermético, sin ventanas, con una
puerta blindada, sin relojes, sin ruidos ajenos a él, sin
comunicación, sin celular, sin televisión, sin contacto con el
exterior.
Creí haber estado
ahí dentro un par de días largos. Jugaba al solitario, dormía,
comía las barritas de cereal de las que me había proveído, leía,
bla bla bla. Un día, al levantarme, me di cuenta que la vida de
supervivencia no me copaba, me estaba volviendo más loca ahí que
antes, afuera.
Resignada, salí. Lo
primero que hice fue ir a comprarme algo que me informara la hora. Al
entrar a la relojería me vi en el espejo, vieja, muy vieja,
arrugada, triste, ojerosa. Le pregunté al empleado, un señor mayor
que me resultaba familiar, qué día era. Pero antes de que me
contestase vi en la pared de yeso un almanaque que estaba en el mes
de octubre del 2068.
El tiempo había
pasado, junto con mi juventud. Y mi semana también.