miércoles, 24 de julio de 2013

Mi semana

Se me hacía increíble pensar que en los libros de historia los años pasan de a cientos, los hechos se relacionan miles de años después, pasan los siglos y los siglos como si nada y para mí, esa semana era eterna. El tiempo no pasaba, y cuando digo que no pasaba, no pasaba. Miro la hora, 11:13. Me leo 5 cuentos, bajo un termo de mate sóla, me pongo el pijama, miro la hora… 11:15.
Alguien me está haciendo un chiste” me decía. Qué mal gusto. Entonces me puse a pensar… Por qué, si ese alguien es capaz de hacer que el tiempo no pase, invierte ese don fantástico y envidiable en jugarme una broma a mí? No me cierraba, entonces, al otro día, probé de vuelta. Miré la hora, 13:23, me dormí una siestita, miré una maratón de The Big Bang Theory, me bajé un paquete de Melbas, miré la hora… 13:28.
Me dí cuenta que era algo más bien personal y que ese alguien se estaba burlando de mí. Esa semana tan vacía, tan triste, tan intranquila, tan de mierda, no pasaba más.
Ya dado por hecho que no podía hacer nada, me propuse hacer la mayor cantidad de actividades posibles o de dormir la mayor cantidad de horas que el cuerpo me permitiera para que aunque sea no me pese tanto que el tiempo pasara taaaaaaaaaaaaaaaaaaan lento.
No hubo caso, el tiempo no pasaba y lo estaba sufriendo, me ponía nerviosa, me alteraba, no oscurecía nunca, y cuando lo hacía, no amanecía más. Pasaba las noches, que me parecían años, sin dormir. Buscaba una manera de terminar con esa pesadilla y que por fin la semana termine.
Se me ocurrió deshacerme de todos los relojes. Mala idea. La naturaleza se hizo cargo de recordarme el chistecito, qué considerada. Por más que las agujitas no me mostraban con exactitud que eran las 12:00, veía el sol bien arriba de mi cabeza, por horas, y horas y horas…
Ya desesperada me encerré en un cuarto bastante hermético, sin ventanas, con una puerta blindada, sin relojes, sin ruidos ajenos a él, sin comunicación, sin celular, sin televisión, sin contacto con el exterior.
Creí haber estado ahí dentro un par de días largos. Jugaba al solitario, dormía, comía las barritas de cereal de las que me había proveído, leía, bla bla bla. Un día, al levantarme, me di cuenta que la vida de supervivencia no me copaba, me estaba volviendo más loca ahí que antes, afuera.
Resignada, salí. Lo primero que hice fue ir a comprarme algo que me informara la hora. Al entrar a la relojería me vi en el espejo, vieja, muy vieja, arrugada, triste, ojerosa. Le pregunté al empleado, un señor mayor que me resultaba familiar, qué día era. Pero antes de que me contestase vi en la pared de yeso un almanaque que estaba en el mes de octubre del 2068.

El tiempo había pasado, junto con mi juventud. Y mi semana también.